jueves, 8 de diciembre de 2011

HOMILIA DEL ARZOBISPO DE ACAPULCO MONSEÑOR FELIPE AGUIRRE FRANCO EN EL DIA DE LA BAHIA DE SANTA LUCIA 2008

13 de diciembre de 2008


DÍA DE LA BAHÍA DE SANTA LUCÍA


+ Felipe Aguirre Franco
Arzobispo de Acapulco

Hoy en la festividad de Santa Lucía, celebramos el 487 Aniversario del descubrimiento de nuestra Bahía de Acapulco y el sexto aniversario de su Declaratoria Oficial como Día de la Bahía, colocándose, desde entonces, una placa conmemorativa, en la playa “Papagayo”, lugar desde donde el año 2002 lo proclamara el Señor Presidente Municipal, Lic. Dn. Alberto López Rosas, con la firma unánime de los integrantes de su Cabildo. El Acuerdo dice textualmente, entre otras cosas:

Uno.- “Ratificar el acuerdo de fecha 13 de Diciembre del año 2002 mediante el cual los integrantes del Cabildo instituyeron esa fecha, como el día de la Bahía de Santa Lucía”.

Dos.- “Instrúyase a la Dirección de Turismo Municipal, para que el día instituido como día de la Bahía de Santa Lucía, implemente las medidas necesarias para su celebración y fomente actividades que contribuyan a la promoción turística del Municipio”.

Santa Lucía, es la “Sancta Lucis”, la Santa de la Luz, la patrona de los oftalmólogos, protectora de los invidentes, intercesora para las enfermedades de los ojos y modelo de las costureras. Pero sobre todo ha sido nombrada abogada especial de los navegantes, como aquellos que con Don Francisco Chico, un día llegaron de España y enviados por Don Hernán Cortés a estas costas del Pacífico.

Nos cuentan los historiadores, como Bernal Díaz del Castillo que el 25 de noviembre de 1521 llegaron a las costas de Oaxaca y allí celebraron la primera misa. Posteriormente, el 13 de diciembre del mismo año, es descubierta por los mismos conquistadores la Bahía de Acapulco y es hasta 1523, dos años después, cuando Don Juan Rodríguez Villafuerte, toma posesión del Puerto de Acapulco en nombre de los Reyes de España y clavando en la arena la cruz y el pendón de Castilla y Aragón celebraron la primera misa en estas playas, y con ello, el primer anuncio del Evangelio.

Con la brisa de la Bahía, se refresca para nosotros la memoria histórica, que debe ser iluminada por la Palabra de Dios que hoy estamos escuchando, pues en ella se nos promete que, con el divino auxilio “los ojos de los ciegos verán sin tinieblas ni oscuridad” (Is 29, 18). “Esto dice la Casa de Jacob el Señor que rescató a Abraham: ya no se avergonzará Jacob, ya no se demudará su rostro, porque al ver mis acciones en medio de los suyos, santificará mi nombre, santificará al santo de Jacob y temerá al Dios de Israel. Los extraviados de espíritu entrarán en razón y los inconformes aceptarán la enseñanza” (Is 29, 22-24).

“Si el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¡quién podrá hacerme temblar?” (Sal 26). Y la exclamación al canto del Aleluya: “Ya viene el Señor, nuestro Dios, con todo su poder para iluminar los ojos de sus hijos”:

El Evangelio también nos manifiesta la importancia de iluminar nuestros ojos, para librarnos de la ceguera, ya que nos narra que “cuando Jesús salía de Cafarnaúm, lo siguieron dos ciegos, que gritaban: ¡Hijo de David, compadécete de nosotros!. Al entrar Jesús en la casa se acercaron los ciegos y Jesús les pregunto: ¿Creen que puedo hacerlo? Ellos le contestaron: Sí, Señor. Entonces les tocó los ojos, diciendo que se haga en ustedes conforme a su fe. Y se les abrieron los ojos. Jesús les advirtió severamente: Que nadie lo sepa. Pero ellos, al salir, divulgaron su fama por toda la región” (Mt 9, 27-31).

En años pasados le hemos pedido a Dios: “que no nos impongamos a contemplar la belleza de esta Bahía que se nos ha dado como un regalo de Dios, para amarla, cuidarla, preservarla de toda contaminación, embellecerla, disfrutarla y, sobre todo, dejar que todos los días se retrate el cielo de Dios sobre las aguas que cobijan los abismos del tiempo”.

También pedimos la intercesión de Santa Lucía diciéndole: Santa Lucía, danos un buen “colirio” para los ojos de los acapulqueños y guerrerenses, que nos cure de la “leucoma” del egoísmo, de la “conjuntivitis” disgregante, de las “cataratas” que embotan y empañan nuestras miradas, de las “carnosidades” que nos hacen ver espejismos de placer y de la “miopía” y del “astigmatismo”…Santa Lucía, danos el colirio de la fe, que cure nuestros ojos, para que podamos disfrutar a diario de la contemplación de la obra de Dios en esta hermosa Bahía. Para que con los ojos de la fe nos veamos como hermanos y no como enemigos. Para ver un cielo nuevo y tierra nueva en donde no contemplemos asesinatos, sangre, robos, secuestros, pleitos y divisiones. Que veamos al hermano más pobre, junto con la hermana ballena, el hermano pelícano y la aventurera gaviota.

Ahora es el escritor y poeta acapulqueño Alejandro Gómez Maganda, de la escuela y estilo de Ramón López Velarde, el más mexicano de los poetas, que nos enseña a tener una visión contemplativa de nuestra hermosa Bahía de Acapulco, para apreciar el regalo de Dios, con todos los habitantes de estas tierras: “Acapulco fue antes y después de Cortés, que supo intuir el paraíso, lugar de tules en el agua, si hemos de creer a la convencional verdad etimológica. Pero, en verdad de verdad, volcán extinto o lecho de barro y carrizos, Acapulco es la joya más refulgente de la costa de América que tan fielmente siguió, midiendo el litoral hasta la ardiente tierra cercana a los hielos antárticos, Fernando de Magallanes cuyo nombre es el estrecho que la remata; para después, partiendo de las ensenadas chilenas, atravesar el océano legendario de Vasco Nuño de Balboa, como una gaviota enloquecida, hasta llegar a las Islas Filipinas para honra y prez de una España omnipotente y pionera”.

Hoy le pedimos a Santa Lucía que se abran nuestros ojos, para que no perdamos la capacidad de asombro ante los tesoros de nuestra Bahía. Prosigue Don Alejandro Gómez Maganda: “las aves marineras, graznan en parvadas como regimientos aéreos y pintan de un blanco añil, los farallones que las ponen al socaire de la ventisca, que luego se hace huracán para ensayar sinfonías diabólicas en las aristas pétreas, filosas como fauces de tiburón. Por ellas, como protectoras providentes, se forman en ringlera los erizos azulencos coronados de terribles púas, perdidos entre las madréporas o en las grietas enigmáticas. Innumerables crustáceos compañeros de cangrejos poliformes y de solemne desplazamiento, amigos del percebe y del ostión, de la aristocrática langosta – pequeño monstruo delicioso -, de la afrodisíaca almeja que se retuerce al contacto del jugo cítrico y que prestigia por su tamaño exquisito a esta ciudad como Reina del Pacífico”.

Se puede decir también que cada quien habla de la Bahía, como le va en ella, o según sus particulares intereses, dice el autor acapulqueño en su prosa poética: “La Bahía de Acapulco - ¡si hablara! -: tiene un variado significar según la persona que la admire: para el inversionista hotelero, común y ordinario, se mide por metros cuadrados a tanto más cuanto por centímetro. El criterio fiscal la mide en función de los impuestos que causa; el turista la intuye como insospechada aventura, el viajero la estudia y guarda en todas sus potencias estéticas y comerciales. Las madres nativas la tienen en el corazón, que es la medida de sus profundas emociones, el poeta sabe que es el éxtasis, manantial para el supremo estremecimiento de la inspiración y para no decir más, el pescador tiene en ella el diario pan de su familia.

Sin embargo la Bahía es para Acapulco su espejo y complemento. Lo resume todo: la alegría y la tristeza, la fuga y el retorno, la vida y la muerte que es alfa y omega en la resaca de lo eterno e infinito. Pero para todos, es la Bahía algo inefable y múltiple, nacida del océano que se conjuga en lágrimas y oraciones. Es furia o laxitud, pero a fuerza de amar su belleza y temer su cólera se convierte en la entraña playera milagrosa y providente que está en el paisaje como prolongación de las almas”.

Se puede decir entonces, que “todo es según del color del cristal con que se mira”. Pero si a nosotros se nos preguntara de aquí en adelante ¿Qué dicen ustedes acerca de la Bahía de Santa Lucía? Sabremos contestar que es el regalo más grande, después de la vida, que Dios nos ha dado a los acapulqueños, pues de ella vivimos, nos movemos y somos. ¡Mares, manantiales y ríos. Aves marinas, cetáceos y peces, bendigan al Señor! Santa Lucía, que se nos abran los ojos para contemplar las maravillas del Señor. ¡Gracias, por llevar el nombre de nuestra Bahía de Acapulco!.

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